Tus derechos, nuestro trabajo (federación de igualdad y conciliación)

Mujer y helado

 

María Lina González Díez.

Secretaria general de la Federación de Igualdad y Conciliación. Sindicato Unificado de Policía.

 

 

LA VIOLENCIA DE GÉNERO VIVIDA POR UNA POLICÍA

Mi camino desde  una “comisión de servicio” a un derecho legislado de movilidad, ha sido la lucha por un derecho. Cada seis meses debía remover esas arenas de dolor cuando el agua del vaso estaba casi clara. Un recorrido que dio sus frutos siendo en este caso el detonante de un debate de esperanzas del que fui pionera.

“las veces que has sido capaz de secarte las lágrimas, colocarte el uniforme y salir con una sonrisa a la calle, con la única pretensión de ser el Ángel de la Guarda de tantas personas que viven otro infierno parecido.”

 

Me preguntaron mi opinión como mujer víctima de violencia de género. No tendría dudas al responder, dejando todo el sistema en el aire, con un rotundo algo falla.

Llevo un tiempo reflexionando sobre si contar o no mi experiencia, y he reunido, una vez más, el valor malgastado en luchar durante cinco largos años de pesadilla, con el único objetivo de ayudar a quienes estén pasando por este mal sueño. Mi deseo es aportar un golpe de fuerza y esperanza haciéndoles saber que una vez das un paso adelante les restas ventaja a quienes se creen con el derecho de adueñarse de tu vida. A esos maltratadores que durmieron tantos años a tu vera, decirles que ese espíritu de supervivencia que nos acompaña a las víctimas se sustenta en el compromiso de vivir, por nuestra familia, por nuestros hijos y por todo el entorno que nos quiere y nos necesita,  y que cuanto más fuerte eres, más pequeños se hacen ellos.

Mi experiencia de cinco años en esta odiosa historia, se basa en muchos más años de matrimonio con un hombre al que  hoy sé que no conocía, al que le otorgué el titulo más grande que se puede dar, el de padre de mis hijos; el mismo que me prometió compartir un proyecto de vida en común y que  se convirtió en mi verdugo durante años de maltrato psicológico, y finalmente agresiones físicas.

Conviví con un hombre que tenía claramente disociada su imagen externa  de la que proyectaba en la intimidad, un hombre atormentado por su pasado que ahora repetía el mismo patrón de conducta que sufrió desde una edad muy temprana.

Fruto de esa relación, nacieron dos hijos. El desencadenante de esta terrible experiencia, fue el nacimiento de mi primer hijo. Ahí  comienzan los capítulos de violencia, justificados incluso por el profesional que le trataba por un trauma de la infancia. Me abandonaba en pleno postparto por no soportar los lloros del recién nacido, sin que yo tuviera posibilidad alguna de ayuda ni apoyo familiar. Con un bebé de apenas un mes, no me sentí con fuerza para iniciar un nuevo camino sola; sé que me sobraban los motivos,  pero no conseguí reunir el valor suficiente en ese momento de mi vida.

Las cosas parecieron mejorar, quedando en situaciones puntuales los gritos, las malas maneras, las humillaciones, las escenas más duras de puertas hacia adentro y la falta de responsabilidad con nuestro hijo, disculpando los hematomas como golpes fortuitos, caídas o incluso descuidos cuando en el trabajo y en mi entorno me preguntaban. Yo, trabajando dentro de un uniforme que te acredita como agente de la autoridad, defendiendo lo injusto. Algo inaudito.

Años después, más concretamente en los dos últimos, coincidiendo con los ciclos de maltrato y fases de esperanza, cuando crees que todo va a ser posible e intentas creer ciegamente en que ha cambiado, te empeñas en perdonar e incluso  en olvidar con una fuerza tal que no permites que la venda se caiga de tus ojos intentando defender la actitud de tu verdugo, no vaya a ser que descubras la realidad más amarga.

En esa etapa, fase de anulación la llaman,  llega mi segundo hijo, con el que se repite la historia ya vivida. Infidelidad, mentiras, crisis nerviosas y desajustes, imponiendo finalmente un cambio de residencia basada en motivos familiares y la necesidad de un cambio en su vida que, irónicamente, también redundaría en mi beneficio.

Meses después de trasladar una casa, dos trabajos y una familia a otra ciudad, a sabiendas de que no me iba a oponer porque era allí donde residía mi familia y coincidía con el reciente fallecimiento de un ser muy querido, entraba de nuevo en una fase de esperanza, convencida de que lo hacía por mí.  ¡Qué lejos estaba yo de conocer la verdadera razón de todo esto!

En pocas semanas, se suceden acontecimientos que evidencian su mentira, presencio un capítulo violento con mi hijo de seis meses que  desvela cada “casualidad” de los hematomas de mi primer hijo, descubro sus embustes, a un verdadero maltratador psicológico que tantos años perturbó mi calma,  se suceden faltas de respeto y se cruzan límites, alegando siempre su desequilibrio por el nacimiento de sus hijo. Ese es otra vez el argumento, el problema reside en haber sido padre.

Esta vez, traspasada la línea roja al comprobar que la violencia va más allá de tu persona, reúno  el valor suficiente y no hay paso atrás que valga. Me voy de casa con mis hijos. Ese es el momento en que  una víctima se sentencia.

Horas después, todo gira, sin venda todo se ve más claro. Descubro verdades y me entero de la verdadera razón que se oculta bajo sus  episodios incontrolables tras ser padre, que no es otra que sucesivos casos de infidelidad con mujeres de su entorno. Durante todos los años de matrimonio, antes, durante y después de los embarazos, se comportó como un hombre infiel, mentiroso compulsivo y victimista, capaz de manipular, controlar y anular a su pareja. Algo que no fui capaz de detectar porque  el corazón se antepuso a la razón, algo que ahora me hacía sentir avergonzada por no haber sabido actuar, decepcionada de todo, humillada cada vez que tenía que explicar y revivir la historia, que no era otra que la historia de una vida que ocultabas y pintabas de color cada vez que la proyectabas hacia afuera y, de repente, sientes el vértigo de caer en un pozo del que sabes que  difícilmente vas a salir.

En ese punto, aparece tu faceta como profesional. Dicen que es más fácil, tienes la información…pero solo ves la triste realidad de tu vida y de tus seres más indefensos. Yo diría que para una policía que conoce los avatares del camino al que se enfrenta a partir de ese momento, las dudas se multiplican. Yo lo sabía, sería un trayecto muy tortuoso. Y por otro lado, tu profesión  de policía se convierte en un prejuicio al anteponerse a la de persona, madre y víctima.

Cuando decides contarlo en tu trabajo, siempre hay quien que se convierte en familia y detectan que algo no va bien,  se mantienen alerta y saben que tu sonrisa era un puro escaparate; a ellos, solo puedo darles las gracias por tantos momentos de cariño y comprensión, y por esos  empujones para ayudarme a sacar la fuerza para salir de esa tela de araña en la que se había convertido mi vida. Otros, se quedan en la anécdota, opinan, juzgan, critican en un foro ignorante donde caben  todas las conjeturas, todas menos ayudar. A esos quiero darles las gracias también, porque por ellos aprendí que cuando durante tanto tiempo no sabes quién has sido y logras volver a tu esencia, no tienes nada que demostrar.

En todo este camino ya de cinco años, podría destacar experiencias positivas como el apoyo ofrecido por mi plantilla, el seguimiento personalizado de alguno de mis jefes, ofreciéndome siempre su apoyo y protección; pero si tuviera que elegir a la persona a la que estoy más profundamente agradecida, lo haría con el jefe que vivió mi primera situación de agonía con un niño de cinco años y un bebé de seis meses, hundida e incapaz de tomar ninguna decisión coherente, ese fue mi primer ángel de la guarda vestido de azul, al que sucedieron otros que seguían mi protección y sabían en cada instante del infierno en el que se había convertido mi vida, el  después de un denuncia con las represalias del verdugo que tanto te conoce. A ellos, decirles que les debo parte de la sonrisa que gasto hoy, y la oportunidad de estar aquí contándolo cinco años después.

En el plano negativo, sin duda el camino judicial. Los juzgados de violencia de género que humildemente opino debieran desarrollar un trabajo con una mayor profesionalidad,  especialización y, por qué no decirlo, con vocación, valores irrenunciables para empatizar con la víctima y evitarle esa desagradable sensación de ver apaleada su cruda realidad percibiendo su experiencia a través de unos cuantos papeles leídos, muchas veces, en momentos previos a  una de tantas vistas que comprimen la agenda del día.

La sensación, cuando tomas conciencia de que toda tu lucha siempre fue intentar una normalidad, se traduce en angustia al leer un papel de valoración psicológica referida a tus hijos porque a ti ya te da igual lo que te ocurra. Desearías que esa figura paterna sea capaz de cumplir con su deber de amar, cuidar y proteger a esos menores y que te garantizaran que no existe el riesgo de no volver a verles más cuando los dejas en sus manos. Una valoración que cinco años después, aún no he leído, teniendo que soportar cada vez  que me arranquen a mis hijos asidos fuertemente a mis piernas, entre lloros y angustia, y dejarles en el punto de encuentro sin saber si volverás a reencontrarte con ellos. No dudo de que el personal que trabaja en esas instituciones pueda comprender la amargura que se siente, pero las herramientas son tan escasas….

Apenas una valoración con rasgos básicos donde no se puede precisar la verdad de cada experiencia vivida, me produce la impotencia de no poder ayudar a mis hijos cuando existe un perjuicio claro, suplicando un examen psicológico por parte de un equipo psicosocial del mismo juzgado, reclamándolo reiteradamente para poder solicitar la suspensión de visitas y liberar a mis hijos de un sistema impuesto que les condena a sufrir desde hace años, que les impone viajar a  mil kilómetros de distancia, cansados, desubicados, temerosos, llenos de inseguridad, y que describen que el trato de su padre no precisamente cordial.

Sus consecuencias no se harán esperar, avocados a un  fracaso escolar claro y la desestabilización psicológica en su infancia que yo trato de paliar desplazándome cada viaje con ellos a pesar del sacrifico económico y de  vida personal, e incluso de salud. Demasiadas secuelas derivadas de una decisión judicial impersonal que nos convierte en valientes a la fuerza y supervivientes por obligación. Todo se llena de trabas hasta que mis hijos alcancen la edad adecuada para exponer por sí mismos  su verdad y su voluntad, la misma que me repiten cada día y cada noche al acostarles. Aún nos quedan años de visitas, impotencia, penurias, riesgo y desasosiego.

Te encuentras, por último, en tu huida  con una traba judicial, una espera de sentencia y un protocolo de puntos de encuentro que no pueden llevar a cabo la entrega por motivos administrativos, el de recibir un papel de sentencia firme y no provisional, en fin…, las cosas que vienen conformando esas lagunas administrativas  judiciales del camino recorrido. Unas dificultades cuya resolución no obedece al cumplimiento de unos protocolos sino a la actitud solidaria de alguien que se compadece de tu estado. Siempre intentando sortear las trabas sin abrir la puerta al manual de ataque del contrario. A quien me ayudó de forma voluntaria desactivando los improperios de un profesional en uno de esos momentos donde no encontré apoyo alguno, decirle que no tendré como agradecer  su comprensión, y le animo a seguir en medio de tanta incoherencia luchando por hacer que esto termine siendo un poco mejor.

Mi camino desde  una “comisión de servicio” a un derecho legislado de movilidad, ha sido una lucha por un derecho no reconocido. Cada seis meses debía remover esas arenas de dolor cuando el agua del vaso estaba casi clara. Un recorrido que dio sus frutos, siendo este caso el detonante de un debate de esperanzas del que fui pionera.

Una lucha con demasiadas personas detrás que nunca perdieron la esperanza  ni se dieron por vencidas en conseguir esa luz para quienes padecen esta tormenta. A todas ellas…que trabajan en ese maravilloso equipo  y a quienes recurren a refugiarse en él, fuerza para soportarlo y llegar a ver un sol que, aunque lento, con cada testimonio, con cada paso al frente, con cada no ser cómplice ni tolerante con  quienes se permiten el lujo de arrebatar lo único que te queda, la esperanza de vivir para ver crecer a tus hijos, te impulsa a progresar y ser feliz porque tienes ese derecho y tu vida no estuvo nunca en venta.

Resumo en estas palabras una historia de terror y sufrimiento, de superación personal y agradecimiento. En primer lugar, gratitud a mis hijos por darme el coraje interior para superar tanto dolor,  rabia e impotencia; en segundo lugar, a mi familia en la que incluyo a mis amigos porque tantas veces me han levantado de la lona del ring al que la vida me subió, sin apenas ganas para volver a pelear ni siquiera por la dignidad arrebatada por el monstruo con el que estaba casada; también, a esa persona tan especial en mi vida, manteniéndose en la discreción pero muy cerca de mis pasos para que no me cayera y al que sin duda le debo las ganas, junto con mis niños, de volver a caminar  así de fuerte y hacia delante, a mis compañeros con “C “ mayúscula, lejos y cerca de mí, siempre alerta e incondicionales para empujarme a seguir con mi día a día; y a esas personas que en un momento determinado se pusieron en contacto conmigo para compartir sus experiencias y retroalimentar la fuerza, haciendo posible ayudarnos mutuamente en este camino de baches que quedan por allanar, a todos y cada uno de quienes han formado parte directa o indirecta de esta historia, gracias eternamente.

A todas las personas que recorren ese tortuoso camino, fuerza, contundencia y lucha.

Y ,por último, a quienes necesitan una versión real y escrita aunque sea resumida para hacerse la idea del sufrimiento y arrojo que se necesita siendo mujer, con plus de madre y agravante de llevar un uniforme, aquí les dejo un poquito de esa vivencia para abrir mentes y puertas hacia decisiones efectivas que acaben con el sufrimiento de no saberse libre y tener que esforzarse a diario para  mantener la fuerza y cordura necesaria que te permita proteger y sacar adelante la vida de una familia con menores, destrozada por un progenitor condenado por maltrato.

Gracias compañera  por la valentía de tu testimonio, por regalarnos tu historia, por dejarnos tus palabras con las que nos aportas “un golpe de fuerza y esperanza, haciéndoles saber que una vez das un paso adelante les restas ventaja a quienes se creen con el derecho de adueñarse de tu vida.”