La violencia de género como arma de guerra.

Fuego

 

Erika Torregrossa Acuña

Secretaria General Colegio de Abogados Penal internacional

 

 

La Carta de las Naciones Unidas consagra la igualdad de derechos y la dignidad de las mujeres, sin embargo, la violencia ejercida contra las mismas, en todos los países del mundo, hace que se produzca una vulneración constante de esta proclama.

Lamentablemente, la  violencia de género expresada en violencia sexual, se hace patente desde las democracias más avanzadas como Dinamarca, Finlandia o Suecia (que encabezan el ranking de agresiones sexuales en Europa –según Eurostat), hasta los rincones más recónditos del planeta. Si se produce en contextos con legislaciones proteccionistas, es imaginable la impunidad con la que pueden actuar los perpetradores de violaciones en países en guerra.

Cuando orientamos la mirada a las zonas del mundo donde existe un conflicto armado o una guerra, podemos afirmar, sin género de duda, que es más peligroso ser mujer que ser soldado. Así lo afirmaría el General Patrick Cammaert, cuando en 2008 se aprobó la histórica Resolución de las Naciones Unidas que clasificó la violencia sexual como un arma de guerra.

Hasta la Guerra tiene sus propias normas y uno de los ejes vertebradores del Derecho Internacional Humanitario es la prohibición de atacar a la población civil. Obviamente se trata de un principio que se quebranta constantemente, con una impunidad que traspasa cualquier límite y se prolonga incluso después de finalizados los conflictos.

No descubro nada nuevo al decir que la violencia ejercida sobre las mujeres en países en guerra o sumidos en conflictos armados, se ha convertido en una táctica más de la estrategia militar para minar y destruir al enemigo. El cuerpo de la mujer es detentado como un botín de guerra y la violencia de género en su expresión más cruda, cual es la violación, se utiliza como arma para humillar, dominar, aterrorizar y desplazar a los miembros civiles del grupo a combatir.

La mayoría de mujeres que son utilizadas como instrumento de guerra, son convertidas también en esclavas sexuales de los soldados, con lo cual, son objeto de violaciones en grupo, torturas o dominación. Al anular completamente su autonomía, son despojadas de su dignidad y por supuesto, de su libertad. Es la máxima expresión de la cosificación de la mujer ante la opresión del soldado masculino que utiliza la figura femenina de la comunidad y el cuerpo de la mujer como el terreno dónde se libra el campo de batalla.

Por otra parte, estos actos de violencia de género, se extiende también a la dimensión familiar y social, puesto que, ejerciéndola se humilla a toda la comunidad enemiga y no sólo a la mujer que es víctima de ésta.  En muchas comunidades, la mujer es considerada depositaria del honor de la familia y transmisora de los valores y educación de los miembros de la comunidad, destruyendo su cuerpo, demuele la cadena de honor que preservada a través de las generaciones.

La situación de violencia y embarazos forzosos resulta decisiva en los grupos étnicos, en muchos de los cuales se han controlado los límites del grupo mediante el control de la sexualidad de la mujer: la reproducción de la comunidad se produce dentro de unos límites establecidos. Dos ejemplos que podemos tener en mente son el conflicto de los Balcanes, donde miles de mujeres bosnias fueron violadas por serbios con la intención explícita de que engendraran un hijo serbio. Siendo muchas de ellas, encarceladas para asegurar que no abortarían. Y en Ruanda, donde miles de mujeres tutsis fueron víctimas de la violencia sexual como otro elemento más de genocidio de los Hutus contra los Tutsis.

Para hacerlo aún más denigrante, a menudo, la mujer es doblemente victimizada, cuando padece, además de la violación, el ocultamiento de la violencia sexual, tanto individual como social. Un silencio que sólo se entiende para proteger el honor masculino que se vería fracasado y en entredicho ante el reconocimiento público de la violencia sexual.

El proceso posterior a la violencia sexual viene señalado por la marginación y la estigmatización de las mujeres que han sido víctimas, a las que se culpabiliza y responsabiliza de lo ocurrido, de no haber sido capaces de evitarlo, acusándolas incluso de haber experimentado disfrute de la experiencia sexual.

A pesar del desolador panorama por lo que respecta a la violencia sexual y de género en los países en conflicto, existe un halo de esperanza entre el maremágnum de impunidad. Éste viene expresado en avances en legislación y el desarrollo de la mentalidad internacional. Así pues, el Estatuto de Roma, padre de la Corte Penal Internacional, ha representado un progreso en lo que concierne a la cuestión de las pruebas en los juicios por violencia sexual. De acuerdo con los procedimientos establecidos para la CPI, las pruebas o evidencias que hagan referencia al comportamiento sexual anterior o posterior de la víctima o testigo no tendrán validez ni tampoco se requerirá la corroboración del testimonio de la víctima en los casos de violencia sexual. Se trata de avances de suma importancia, puesto que tradicionalmente a las víctimas de la violencia sexual se las ha culpabilizado, justificándose en muchas ocasiones a partir de la vida íntima y sexual de la propia víctima, eximiendo así de responsabilidad a los perpetradores de la violencia.

Por otra parte, el compromiso de embajadores de buena voluntad internacionales, han extendido la concepción de que no es humano permanecer en silencio ante tan flagrantes vulneraciones de la libertad y dignidad de las mujeres. Por ello apelan a la OTAN como garante de la defensa colectiva, teniendo la responsabilidad y la oportunidad de ser uno de los principales protectores de los derechos de las mujeres.

Individualmente también es posible apelar a la prevención internacional, así lo defendieron Jens Stoltenberg, Secretario General de la OTAN y Angelina Jolie, cofundadora de la Iniciativa para Prevenir la Violencia Sexual en Situaciones de Conflicto cuando afirmaron que la OTAN puede convertirse en el líder militar global a la hora de prevenir y responder a la violencia sexual en los conflictos, aprovechando la fortaleza y las capacidades de los Estados que la componen y colaborando con sus numerosos países aliados.

Es una responsabilidad internacional luchar contra la violencia sexual, una deuda instucional y un compromiso individual. Todos los esfuerzos son pocos para combatir esta lacra.